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Libertad y libertinaje. la gran confusión
Por Julián Ortega
Hay una trampa en el lenguaje que a menudo se cuela en los debates sobre libertad: la idea de que ser libre es hacer lo que a uno le venga en gana, sin límites, sin consecuencias. Esa distorsión, tan repetida en los discursos progresistas y en los dogmas estatistas, ha calado hondo en la cultura popular. Se nos dice que ser libre es desafiar cualquier norma, cualquier estructura, cualquier límite. Pero ¿qué pasa cuando la “libertad” se convierte en un pase libre para la irresponsabilidad?
Desde el libertarismo, la libertad no es el capricho sin freno, sino el derecho del individuo a decidir sobre su propia vida dentro de un marco esencial: el respeto por los demás y la responsabilidad sobre sus actos. No hay verdadera libertad sin responsabilidad. No hay derecho sin deberes. Quien exige el derecho a elegir, pero se niega a asumir las consecuencias de sus decisiones, no está ejerciendo su libertad, está pidiendo un salvavidas estatal para no hundirse en sus propios errores.
Es fácil verlo en la sociedad actual. Se endiosa la “libertad” de endeudarse sin intención de pagar, de exigir sin aportar, de reclamar derechos sin aceptar deberes. El libertinaje es precisamente eso: querer los frutos de la libertad sin el peso de la responsabilidad. Es la actitud de quien rompe una regla y luego se indigna cuando la realidad le cobra la factura. Y en ese juego perverso, el Estado aparece como el gran protector de los irresponsables, el garante de que nadie sufra las consecuencias de sus propios actos… con el dinero y la libertad de los demás, por supuesto.
Pero la verdadera libertad no es un regalo ni un estado natural, sino una conquista personal. Nadie nace libre en el sentido pleno de la palabra. La libertad se aprende, se gana con el desarrollo de la responsabilidad. Por eso, los niños no son plenamente libres; sus decisiones dependen de la guía de sus padres, quienes asumen la responsabilidad hasta que ellos sean capaces de hacerlo por sí mismos. No es que se les “niegue” la libertad, es que su capacidad de ejercerla aún no está lista. Un joven que aún no comprende las consecuencias de sus actos no está ejerciendo su libertad cuando se lanza al vacío; está demostrando que todavía no entiende qué significa ser libre.
Y ese es el gran problema del estatismo: fomenta una sociedad de inmaduros, de niños grandes que exigen que papá Estado los rescate cuando las cosas no salen como esperaban. La libertad verdadera no es hacer lo que se quiera y que otros paguen la cuenta, sino la capacidad de gobernarse a sí mismo, de asumir las riendas de la propia vida con todas sus consecuencias. Y quien no está dispuesto a asumirlas, no está pidiendo libertad. Está buscando excusas para actuar irresponsablemente sin repercusión alguna.
La pregunta es: ¿queremos ser hombres libres o niños con un gobierno-niñera que nos lleve de la mano? Y esa es precisamente la respuesta que define el destino de cualquier sociedad.
Por Julián Ortega