
El Axioma de No Agresión frente a la cultura de la violencia en Colombia
Por Julián Ortega
Colombia, un país marcado por el conflicto armado durante más de medio siglo, enfrenta una realidad terriblemente tangible: más de 9,5 millones de víctimas han sido registradas por el Registro Único de Víctimas (RUV). La cifra es aterradora y desbordante, y más del 80% de esas víctimas son desplazadas forzosamente, dejando atrás hogares, familias y comunidades enteras. A pesar de que este sufrimiento ha sido una constante a lo largo de generaciones, parece que el impacto real de esta violencia se ha desdibujado en la rutina de las estadísticas y las promesas incumplidas. La pregunta que surge, entonces, es: ¿podemos como sociedad cambiar esta realidad?
Aquí es donde el Axioma de No Agresión (ANA) entra en escena, casi como una idea revolucionaria en su simpleza: nadie tiene derecho a iniciar el uso de la fuerza contra otro. Es un principio que, en un país acostumbrado a la imposición y al control, suena casi utópico. Sin embargo, es también un faro de luz en medio de la oscuridad. Imaginemos, por un momento, una Colombia donde las diferencias no se resolvieran con violencia, sino con acuerdos voluntarios, donde el respeto a la libertad individual fuera la norma y no la excepción.
Claro, esto no es fácil. Vivimos en una cultura donde el poder a menudo se ve como un fin en sí mismo, y el Estado, que debería ser garante de nuestra seguridad, muchas veces se convierte en el mayor agresor. Pensemos en los impuestos que parecen más una extorsión que un aporte, en las regulaciones que sofocan el emprendimiento en lugar de incentivarlo, o en el abuso mismo de la fuerza. Incluso en lo cotidiano, es fácil ver cómo hemos normalizado la agresión: desde el conductor que se mete en contravía, aquel que no respeta una fila, o hasta el vecino que cree que el volumen de su música no tiene límites.
Pero, ¿qué pasaría si nos atreviéramos a hacer las cosas diferente? Si comenzáramos a aplicar el ANA, primero en nuestras relaciones más cercanas y luego en nuestro entorno en general, podríamos ser testigos de una evolución en nuestra sociedad. Resolver conflictos sin recurrir a la fuerza no es solo una cuestión de ética; es una forma de reconstruir nuestro tejido social. En el ámbito político, adoptar este principio significaría repensar la manera en que se gobierna: menos intervención, más respeto por la iniciativa privada, y un enfoque en el individuo como motor de progreso.
Y aquí estamos, frente a una elección crucial. Podemos seguir justificando nuestras dinámicas de agresión, o podemos empezar a romper con esa lógica destructiva. El Axioma de No Agresión no es una solución mágica, pero sí un paso firme hacia una Colombia que deje atrás su pasado de violencia. No se trata de esperar a que los partidos tradicionales encuentren la respuesta, porque no está en ellos. La clave está en una política fresca, con ideas genuinas, que surja de nuestra capacidad para cambiar la forma en que entendemos el poder y la convivencia, Y, más importante aún, este cambio político solo puede sostenerse si cada individuo interioriza la necesidad de respetar al otro.
El Axioma de No Agresión no es una mera teoría abstracta; es una invitación a repensar cómo vivimos, cómo nos relacionamos y, sobre todo, cómo nos vemos a nosotros mismos como sociedad. No es el futuro que nos prometen desde las viejas estructuras del poder, sino el futuro que podemos construir con nuestras propias manos. Y la respuesta, como siempre, está en nosotros: ¿seremos capaces de dejar atrás la cultura de la violencia y elegir el camino de la paz, no como una estrategia política, sino como un principio de vida cotidiana?
Es momento de decidir si seguimos siendo cómplices de lo que nos ha hecho daño o si somos capaces de crear algo nuevo. Esta evolución de pensamiento no vendrá desde afuera, ni desde una ideología impuesta. Empieza en cada uno de nosotros, con las decisiones que tomamos día a día: desde un acto de respeto al vecino, hasta un rechazo decidido a cualquier forma de abuso. ¿Estamos dispuestos a dar este paso? Imaginemos una Colombia en la que cada gesto cuente para construir la paz, no como una aspiración distante, sino como un compromiso de vida. ¡Viva la libertad!
Por Julián Ortega