
¿Es el libertarismo compatible con la política?
Por Julián Ortega
La relación entre el libertarismo y la política parece, a primera vista, un matrimonio condenado al fracaso. Mientras uno busca desmantelar las estructuras de poder centralizadas, el otro vive precisamente de reforzarlas. Sin embargo, este aparente antagonismo esconde un dilema mucho más profundo: ¿puede el libertarismo valerse de la política para construir una sociedad más libre, o al hacerlo traiciona sus propios principios?
No es un tema nuevo. Hayek, en su influyente Camino de Servidumbre, advertía sobre los peligros del poder estatal: “Cuanto mayor es el poder en manos del Estado, mayor es el peligro de que sea mal utilizado”. Pero la cita, tan contundente como necesaria, no nos dice cómo sortear el problema. Es decir, si el poder tiende a corromper, ¿qué hacemos quienes queremos desmantelarlo?
Aquí es donde entra la paradoja libertaria: para reducir el Estado, hay que usar las herramientas del Estado. Para cambiar el sistema, hay que jugar bajo sus reglas, aunque estas sean precisamente las que queremos abolir. Este dilema no es solo filosófico, sino profundamente práctico.
Tomemos un ejemplo concreto: Ron Paul, en Estados Unidos, logró llevar las ideas libertarias al Congreso, defendiendo la eliminación de la Reserva Federal, la reducción de impuestos y el respeto absoluto por las libertades individuales. Pero para hacerlo, tuvo que navegar en un sistema diseñado para premiar el compromiso político antes que la coherencia ideológica.
Siguiendo esta línea, no podemos permitir que el libertarismo caiga en una ambigüedad teórico-práctica donde debamos traicionar nuestros principios para poder llegar a los resultados que buscan nuestros ideales, ¿Pero de qué manera lo logramos?
En Colombia, el panorama es aún más desafiante. La política aquí no es una cancha nivelada, sino un terreno fangoso donde las ideas tienden a hundirse en el pragmatismo. Sin embargo, no es imposible. Movimientos pequeños pero consistentes han comenzado a abrirse paso, defendiendo principios como la propiedad privada, el libre mercado y el respeto por el individuo.
El problema no es tanto la viabilidad de las ideas libertarias, sino el sistema en el que se intenta implementarlas. La política, con su lógica de poder y compromisos, no suele ser amable con quienes se resisten a ser absorbidos por ella. Pero entonces, ¿cuál es la alternativa?
Algunos libertarios sostienen que el cambio debe venir desde la cultura, no desde la política. Que es más efectivo educar, inspirar y sembrar ideas que competir en un juego que parece diseñado para perpetuar todo lo que el libertarismo detesta. Otros, más pragmáticos, argumentan que renunciar a la política es ceder terreno al estatismo y dejar que el Leviatán crezca sin oposición.
La respuesta, probablemente, esté en algún punto intermedio. El libertarismo no puede permitirse ignorar la política, pero tampoco debe perderse en sus trampas. Se trata de encontrar un equilibrio, de aprender a jugar sin traicionar los principios que nos definen.
En últimas, quizás el mayor desafío no sea si el libertarismo es compatible con la política, sino si nosotros, como defensores de la libertad, somos capaces de mantenernos fieles a nuestras convicciones mientras navegamos en un sistema que no siempre nos entiende.
Julián Ortega
Muy cierto estimado Julián.